CulturalPuno

Balseros del Titicaca

Emilio Romero Padilla
Puno (1899-1993)

Los cerros que bordean la bahía de Puno, en el Titicaca, cortan bruscamente la tarde. Ocultan el sol sin crepúsculo, pero por los flancos de las montañas, se proyectan los dorados rayos del sol de los gentiles sobre las penínsulas de Capachica y de Chucuito.

Precisamente a la caída del sol deja de soplar aquel viento constante que los aymaras llaman el Khota – thaya o viento del lago. Hay una ligera calma antes que las chihuanqueras alcen el vuelo hacia el Oeste anunciando el viento de ese lado, el suni – thaya.

Bautista, el pescador, tiene sus aparejos listos. Su balsa se balancea al pie de las rocas donde tiene su cabaña. Apreta el nudo de su incuña de fiambre y envuelve la chuspa de coca descendiendo rápidamente de la pendería.

Su balsa es frágil, apenas del ancho de sus caderas. Movible como una lagartija, con dos puntas filudas de totora amarilla. Levanta la vela corta y romboidal que se hincha con la brisa del sur, que empuja su balsa hacia el totoral.

Centenares de chugllas humean en los cerros. La bosta arde pesadamente y despide humo espeso. Allá lejos, el puerto de Puno parece achatado, sumergido en las orillas del lago. Ilusión óptica, curvatura de este mar dulce. Parece una ciudad encantada de plata y sangre. Tejas y calaminas se reflejan en largas ondas movibles en el lago. El vapor Ollanta calienta sus calderas, enciende luces rojas y verdes. La balsa hace pliegues en el agua, como sobre una tela de seda, camino del totoral.

De pronto, un rumor de trueno repercute en todos los cerros. Redoble de tambores, maquinaria sorda y terrible. Aparece al extremo del golfo el tren de Arequipa. Jadeante, incendiario, arrojando chispas avanza a la ciudad. Su ojo de gigante deslumhra con el sol. El viento trae sonidos de campanas; los cien ojos rojizos del barco no pestañean siquiera. Esperan a los pasajeros para Bolivia.

Soberbio espectáculo. Bautista se siente un Dios lacustre sobre su veloz balsa. Una muralla negra son los cerros; el lago todavía está tranquilo. Las luces del muelle se alargan. Chorrean como oro fundido en el agua. Aquella soberbia visión panorámica es un regalo a sus ojos, mientras la balsa llega al totoral. Ya está llegando. Sus ojos ven mejor en la noche. Las totoras forman una barrera inmensa, pero Bautista ya conoce la entrada. Mueve los remos traseros como timones y endereza la balsa hacia el bosque espeso e inmenso de los totorales, donde hay lagunas llenas de peces.

Aquí el lago cubierto de totorales se aprisiona en canales de agua cristalina. La brisa no llega a estos callejones inmensos que siguen por misteriosas curvas que sólo la experiencia aimara puede descubrir en la noche.

Se cruzan algunas balsas rezagadas que van a Puno desde las islas de Takili o Amantaní.

—¡¡Uúh!!

Apenas un grito a boca entreabierta, es el saludo entre balseros. Un aullido con U francesa. Las balsas pasan con la gallardía de un lujoso paquebote trasatlántico.

Por fin ha llegado. Una claridad plateada se abre ante sus ojos. Ahí está la laguna pletórica de peces sabrosos. Hay que cogerlos con red porque están voltejeando a millares en el fondo escaso de la laguna. Pero antes hay que cegarlos. Y Bautista amontona totoras secas sobre su balsa, enciende un fósforo y hace una hoguera. Los peces quedan ciegos ante la deslumbrante llamarada. Bautista sumerge la red y recoge centenares de peces. Trabaja hasta la media noche. En su balsa ya no cabe más. Toma un puñado de coca y con el remo empuja su balsa entre un macizo totoral donde sube como a un dique y duerme hasta el amanecer.

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No hay amanecer más bello en paraje alguno de la tierra. Se insinúan en la lejanía las nieves de la cordillera. En las riberas, el golfo verdecido y cubierto de eucaliptos, mentas silvestres y matorrales. Miles de cabañas humeantes y rodeadas de fragantes flores del Inca. Allá, la ciudad de plata y sangre todavía duerme. El muelle está desierto; se ha ido a Bolivia el vapor. Todavía se ven brillar algunas estrellas a pesar de la luz del día. Las nubes con todos los colores del iris, aurora boreal, oro, sangre, esmeraldas fundidas. Millares de pájaros entonan sus cánticos mañaneros. Bandadas de flamencos vuelan en escuadrillas tendidas hacia la aurora, rosada como sus alas. Patos, parihuanas, huallatas blancas como la nieve y dominicos de capuchón negro y alas blancas graznan con alegría.

Bautista se despereza y hace crujir su balsa alzándose para observar sobre la barrera de totorales. Las islas y las penínsulas están teñidas de púrpura. Las casas de calamina de Puno, lejanas y borrosas, brillan como espejos de plata bruñida. El lago es un cristal, una masa de azogue inmóvil, una plancha gigantesca de acero. No hay ni una leve brisa.

Este bello amanecer es sin embargo para desesperar al pescador. ¿A qué hora vendrá el viento? La pesca abundante empieza a transpirar sobre la balsa, porque el sol quema ese estanque cercado de totorales de verde oscuro. Bautista cambia de coca arrojando el pigcho que ha rumiado en toda la noche. Se le escapa una interjección de rabia al ver esa inmensa naturaleza viva y de fiesta en descanso dominical y con la brisa de vacaciones.

Arde el sol. Se levanta una vaga niebla cálida del estanque; el aire está espeso y caldeado. Mientras más asciende el sol, la prisión lacustre es más insoportable. Bautista toma su merienda de papas frías, chuños congelados y bogas ahumadas. Renueva otra vez la coca. Se inclina sobre el lago para beber agua en el hueco de sus manos. Hace un gesto de asco, el agua está amarga, pues hay pantanos en el fondo.

La brisa no llega en todo el día. El lago es un inmenso espejo para incendiar los cielos, para quemarlos como papel. Está en fiesta el sol achicharrante y terrible.

—¡Karaspa! ¡Ahora va a granizar…! —exclama Bautista. A sol espléndido, tempestad segura.

Y en la tarde de aquel día granizó. Y luego un fuerte viento agitó el mar dulce. Nublado el cielo y plomo oscuro, ceniciento y terrible el Titicaca, agitaba sus olas como un mar. La balsa parecía formar un solo cuerpo con la frágil embarcación. Las olas del Titicaca no tienen el ciclo amplio y profundo de la ola del mar; pero su embate es más rápido, más corto, de curva leve y espumosa. Las olas pequeñas atacan con furia y rapidez.

Bogueros del Titicaca, en todas las bahías y en el Gran Lago, luchaban aquella noche con la tempestad. Un viento helado cortaba la piel como vidrio de botella. Negrura absoluta por todas partes, los bogueros ven a través de la noche como buhos. Ni una queja, ni una interjección, ni una palabra de misericordia. Baustista empuñaba con mano dura los dos remos que arrastraba como timones luchando por mantener derecha la balsa. Imposible arriar la vela. No había manos para desenvolver la soga; y aunque hubieran habido, era el viento tan fuerte que habría pegado el velamen de totora contra la achihua clavada como un compás abierto sobre los flancos de la balsa.

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El viento arrastraba como una hoja seca la balsa de Bautista. Las olas la levantaban por detrás y la hacían sentar bruscamente al retirarse, inundándola. Pero no había ola capaz de despegarlo de su balsa. Su propio cuerpo era como un caracol, que dirigía la balsa pegado a su concha.

De pronto una masa negra se interpuso. Cerró los ojos. Ni una luz roja había en el muelle. Los carros de plataforma y las bodegas abandonadas, resistían al embate del viento que silbaba en los hilos del telégrafo. La balsa paró en seco y reventaron algunas sogas de paja de las puntas.

Otras balsas más grandes iban atracando a media noche. Hasta la hora del amanecer centenares de balsas cubrían las aguas del muelle.

Ahí estaba a pocos pasos, durmiendo todavía, la ciudad con sus calles estrechas para ser más afectuosas. Las torres de la catedral velaban su sueño. Las torres de San Juan parecían minaretes. La techumbre de zinc de San Juan de Dios parecía un zepellín de plata. El camposanto cerca; el mercado, la estación. Todo cerca, unido, cariñoso, lleno de ternura.

Pero los ojos de Baustista que no habían temblado al sol achicharrante del día ni a la tempestad horrible de la noche, miraban con temor la ciudad.

Del barrio del Manazo comenzaron a bajar al muelle las cholas ckateras, alcanzadoras de provisiones. Bajaban soldados y mercachifles. Todos los balseros se pusieron de pie como aprestándose a una batalla. A los pocos minutos, mercachifles, soldados y ckateras hacían saqueo de las provisiones.

—¡Indio animal, esto es para el Comandante!— le decía un soldado a uno, quitándole la canasta de huevos.

—¡Ladronazo! ¡Conténtate con cuatro reales por esta talega de quesos o te mando preso! —chillaba una ckatera.

Otra más práctica, le quitó el sombrero y el poncho a uno de ellos para obligarlo a seguirla cargando la pesca hasta el puesto del mercado. Cuando llegó, le alcanzó un pan y una peseta.

—Toma tatay y di que es tu Santo…

Soldados, mercachifles y mayordomos de casas ricas hicieron tabla rasa con cuanta provisión había en el muelle.

Los indios invadieron después la ciudad con algunas pesetas en las manos para comprar añil, chancaca, agujas, tocuyo. A algunos les alcanzó para un trago de aguardiente.

Los policías les pedían libretas de Conscripción Vial, de Registro Electoral, de Servicio Militar, Carnet de Ocupación, Certificado de Vacuna y de asistencia escolar.

Los bogueros los miraban boquiabiertos. Los policías, cuando se habían cansado de llevar gente al cuartel, les daban de varazos y los dejaban libres.

Discurrían por la ciudad como idiotas, ahogados al peso del poncho. Pero en la tarde, al retornar a sus islas y a las penínsulas azules, ya solos en el muelle, se reían con risa sardónica y fuerte:

—Al turco de la plaza le saqué esta vara.

—Al gringo bachiche le tiré esta cuchilla…

—¡Mistis desgraciados, cochinos!…

Y después de haber guardado bien sus compras, el periódico del día para que lean los chicos, el cuaderno de escritura, los lápices y la tinta para que escriban sus hijos en las escuelas de los evangelistas, levantaban sus velas y se alejaban con una canción de vida y de esperanza en los labios.

Fuente: La Casa del Corregidor

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