
La historia de la sirena tallada en el frontispicio de la catedral de Puno me la contaron en uno de esos bares de Puno, donde a veces sonaba algún grupo de rock y otras veces te contaban historias.
Había una vez un minero gordo y español que tenía minas en el cerro de Laykacota. Los indios sufrían los abusos y la explotación de este minero avaricioso. Látigo les daba a sus obreros, garrote les daba, cepo si insistían en quejarse y rebelarse. El maldito minero se llamaba Pascual.
Resulta que… ¿cómo me dijiste que te llamabas, hermano? -Pablo, le digo-.Resulta Pablo que también había un indio esclarecido medio poeta, que laboraba en la mina, que era succionado por este infame del Pascual, el gordo, el minero, ¿me sigues, Pablo? Sí, respondo, escueto, no vaya a ser que se pierda el hilo de la conversación, el más trascendente de todos los hilos.
Bueno -prosigue mi narrador- este indio mientras trabajaba de día en la mina se la pasaba cantando huaynitos, como consolándose, como entreteniéndose, como para no pensar en la mina y en el gordo malvado. Todos los otros indios lo creían loco.
“Tristeza não tem fim, felicidade tampoco” -me sorprendió mi interlocutor, que luego me aclaró que había vivido tres años en Curitiba, vendiendo aguayos-. Resulta que ese indio, llamémoslo Julián o Gabriel, llámalo como vos quieras, gaucho, de día penaba en la mina y cantaba sus huaynos, y de noche… bueno, de noche, se iba, se fugaba, se iba… ¿A dónde se iba, hermano? -lo apuré porque nuestra densidad etílica me hacía temer por el final de la historia.
¿Sabes dónde se iba Julián, Gabriel o cómo quieras llamarlo? Se iba al lago, mira… -y señalaba un lugar en la distancia que eran las luces de la isla Estévez, la isla del lago donde está el hotel-.
¿Lo ves? Decía, y yo no sabía de qué me hablaba si del hotel, del lago o de Julián, Gabriel o cómo quieran llamarlo.
Allí hacía el amor con la sirena, que era su amante -me aseguró tan seguro como que se estaba sirviendo su decimonoveno vaso de cerveza, Cusqueña por si acaso-. Luego la remató, gloriosamente, como deben terminar todas las historias que valen la pena contarse: un día, se cansó de la mina, de Pascual, de ese gordo cejudo, y se fue, y porque la amaba tanto y para no olvidarla jamás y para que nadie jamás la olvide, fue y la talló en la piedra de la catedral de Puno.
Fuente: Los Andes