Por: Herman Schwarz
El maestro Víctor Humareda solía responder a ciertas interrogantes de la siguiente manera: «Cada uno sabe cómo prepara su limonada». Con esta máxima explicaba que uno, y solo uno mismo, era responsable de sus actos, tú te la hiciste tú sabrás cómo te la tomas. Las preguntas que el artista astutamente evadía podían ser acerca del arte abstracto o sobre el trabajo de algún colega pintor en particular, pues en los ochenta Humareda ya no estaba para discutir con nadie, ni para hacerse de más enemigos.
Desde los años cincuenta -en pleno auge del arte abstracto lo habían llamado, por decir lo más suave, «anacrónico. La polémica aquella, que hoy puede parecer absurda, fue entonces una confrontación apasionada desde ambas posiciones. Los figurativos se autodenominaban realistas y llamaban a los abstractos superficiales amantes del “arte por el arte”; mientras, los otros se sentían vanguardistas y portadores de una verdad absoluta, para quienes los figurativos eran cavernícolas. Para los puristas, Humareda siempre fue un buen «punto» para descargar sus iras y la prueba viviente de la actualidad de su propuesta.
Víctor ya había aprendido la lección. Siempre supo que su destino era ser un solitario y si de responsabilidades se trataba, tenía muy claras las suyas. No tuvo casa, ni cuentas de luz, agua, predios, ni teléfono, ni auto y un largo etcétera. «La pintura no da tiempo para vivir esa vida de hogar… soy así y ese hotel me da todas las facilidades para poder pintar, con toda la tranquilidad posible. No puedo vivir de otra forma, los colores son muy caros, las telas, estoy contento con vivir asi. Además si viviera de otra forma ya no sería Don Victor Humareda (1). Algunas veces dijo que solo se mudaría a un castillo en ruinas, donde hubiera telarañas en las ventanas y cuervos en las cornisas, como en un cuento de Poe, pero eso era parte del show, para la tribuna.
Habitaba en un cuarto de 12 metros cuadrados, el 283 del Lima Hotel, desde el 27 de febrero de 1954, en el distrito de La Victoria, y se acostumbró a vivir allí de tal manera que ya no se imaginaba viviendo en otra parte. Todas sus posesiones terrenales estaban a la vista; los muebles no cuentan porque pertenecían al hotel. Eran suyos el tongo y el sombrero de tarro colgados en su caballete, una caja llena de pinceles, otro de óleos, libros de arte, maravillosos apuntes amontonados en la parte inferior de la mesa de noche, un par de tertios en el closet y dos magníficos cuadros, que su media hermana no se quiso llevar: «El retrato de mi madre» y «El mitin», además de un par de decenas de botellas llenas de aguarrás de ferretería que acumulaba al pie de la cama, probable responsable de sus problemas de salud.
Su más preciada posesión, el talento, lo llevaba puesto. Sus temas estaban ahí, en las paredes, estaban sobre la mesa, en las rosas marchitas, en su cuarto, en él mismo. «La vida para mi es… la vida… yo no puedo desligarla del arte, la vida para mi es el arte y es mi profunda dedicación a la belleza, esa es la vida para mí; estoy metido en el gran mundo del arte: teatro, pintura, música, ballet». El teatro fue otra de sus grandes pasiones, al igual que la música sinfónica ballet. Humareda iba mucho al teatro a ver tanto dramas, comedias como ballet clásico y es fácil ver la relación que estos géneros tienen con su pintura, empezando por la presentación: el proscenio como marco del cuadro, la escenografía, los vestuarios, los grandes temas, la plasticidad de los personajes en escena, los fondos pintados. Desde la composición hasta la selección de los personajes, los arlequines, las brujas, las corridas de toros, los tangos de pasos apretados, y hasta sus tribunales son manejados por el artista como un director lo haría con una puesta en escena.
En la primera sesión de fotos que le hice a Victor Humareda, en el mismísimo 283 del Lima Hotel, yo estaba junto a la ventana mirando una ruma de dibujos apilados debajo de su mesa de noche, cuando él se sentó frente a su caballete, con tongo y todo. Lo hizo en cámara lenta, crispó las manos y bajó la cabeza, como quien hace una reverencia, y se quedó quieto. En ese momento tenía ante mí a Humareda transformado en un arlequín salido de uno de sus cuadros, posando para mi, colaborando de maravillas. «Porque a través de ellos (los arlequines) expreso mi soledad, mi angustia, con mucho conocimiento del color… Sus expresiones de melancolía, sus actitudes, la posición en que están los arlequines con mucho dominio del dibujo y del color».
Y a través suyo quise documentar algunos de esos privilegiados momentos, con imágenes que tuvieran la fuerza de sus propias obras, a manera de homenaje permanente a nuestro gran artista. Por eso siempre repito que para mí fue un honor fotografiar a don Víctor Humareda, el hombre al que le encantaba la manzanilla, pero aún más, su propia limonada.
22 de marzo de 2007
(1)Todas las citas son declaraciones de Víctor Humareda y han sido transcritas de una entrevista hecha por Reynaldo Ledgard y el cineasta Emilio Moscoso, para el documental de Inca Films de 1982.
Fuente: Los Andes
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